Las criaturas adictas al dolor ajeno ya deben estar preparando su festín; intuyo que huelen mi regreso, y su fauces hambrientas salivan incontrolablemente ante la inminente presencia de mi carne.
Degustaron mi sabor por mucho tiempo; succionaron mi esencia yerma hasta dejarme sin nada; fui abono perfecto de su pelaje fértil. Crearon su reino de cristal sobre las lágrimas de sangre de mis huesos, maquillando al mundo del eco de las risas atipladas de sus hermosos retoños (que ya llegaron al mundo con la marca de la bestia).
¿Cómo logré escapar?; no lo sé. Tal vez nunca lo hice; tal vez solo me permitieron pensar que me había ido por un tiempo, y mientras mi mente vagaba en la idea (o la ensoñación) de que un día yo sería de su misma estirpe (solo por ser ambrosía de sus deseos) -dueña de ese universo de mascaradas, injusticias, y demás delicias monstruosas que llaman normalidad- seguían succionando los últimos sorbos de mi pulsátil putrefacción.
Me queda poco tiempo; mi partida es inevitable; mi alma no aguanta más desgarros (o no quiere aguantar más). Ya llegará otra para alimentarlos. Mientras, mi lacrimosa muerte les enaltece el sentir que esa vida es la que merecen, un premio por su impecable legado: la extinción de seres -a sus ojos, tóxicos- que esperan inútilmente, ganar un lugar en un mundo donde la fe y el amor viven en una matriz de carne, y no en el vientre de ilusiones, imposibles realizados, y versos y canciones hechos de todo tipo de sentimientos que no incluyen al amor como herencia, huella, o moneda de cambio.
Pobres seres (¿’tóxicos’, es la palabra?); aquí no tienen lugar; su lugar está en la fugacidad de una idea escurrida entre más lágrimas, y papel: un mundo de amar porque sí, solo por amor.
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